Autor: JORQUES ORTIZ, Manuel:
Nunca he vuelto a
vivir un día tan tenebroso como aquel 31 de Diciembre de 1.969. La mañana, en
aquel ancestral Juzgado de Instrucción de Granollers de la plaza de Los Caídos,
transcurría plácida, medio festiva, cuando el alcalde de Tagamanent (Valentín
Leiro Paz) vino a hacer una asombrosa denuncia: Había escuchado personalmente,
en un bar del pueblo, como una vecina (con varias copas de más) relataba que la
muerte de su marido, acaecida un par de meses atrás, no se había debido a un
suicidio sino que ella lo había estrangulado con la correa de los pantalones,
mientras dormía, arrastrándolo después hasta el patio de la finca, dejándolo a
los pies de un árbol, y había simulado el ahorcamiento atándole una cuerda al cuello, declarando en su momento
a las autoridades que la había cortado para desprenderlo del árbol en el que
colgaba, al que ató el otro trozo de cuerda, simulando que había sufrido una
brusca caída contra el suelo cuando ya estaba sin vida, poniendo el hecho por
ella «fabricado» en conocimiento de la Guardia Civil, que pasó la denuncia
preceptiva al Juzgado de Instrucción del Partido.
Manuel Jorques |
Como
consecuencia de la denuncia la Comisión Judicial se desplazó en su momento al lugar del suceso,
un chalet propiedad de una acaudalada familia catalana en el que se había
montado una guardería de perros abandonados, a cuyo cargo y cuidado se había
puesto al matrimonio protagonista del relato, unos gallegos de mediana edad, medio
pordioseros y alcoholizados, que convivían con la suciedad y los ladridos de no
menos de trescientos canes, según tuvimos ocasión de comprobar en aquella
inspección ocular primera.
El reconocimiento del
lugar y el examen del cadáver (con un pedazo de cuerda anudada al cuello y otro
sujeto a la rama del árbol) por el Médico Forense Don Manuel Fuentes Lojo y por
el Juez de Instrucción sustituto Don Arturo Montagut, fueron tan determinantes
que, sin más averiguaciones (no existía policía científica ni otro cuerpo de
seguridad que la Guardia Civil Rural) que el dictamen no podía ser otro que la
muerte había sido causada por asfixia por ahorcamiento de origen suicida. Tras
una autopsia no demasiado detallada (por la impresión causada por el montaje de
la escena del crimen) el cadáver fue inhumado en el minúsculo cementerio
adosado a la iglesia del pueblo y el sumario incoado, rutinariamente archivado
sin más trámites por la inexistencia de delito, ya que el suicidio no lo era,
siendo únicamente punible la inducción o el auxilio al suicida, que en ningún
momento se contempló.
La
narración-acusación formulada por persona tan seria como lo era el alcalde Sr.
Leiro no podía caer en saco roto; se informó telefónicamente al Fiscal de la
Audiencia de Barcelona y al Juez de Instrucción del partido Don Salvador de Bellmont
y Mora, que se había ido a Valencia a pasar el fin de año con sus familiares y
se decidió que para averiguar si la mujer había dicho o no la verdad en
aquellas confesiones públicas cuando se hallaba bajo los efectos de los
efluvios alcohólicos, debía, en primer lugar, exhumarse rápidamente el cadáver,
realizársele una segunda autopsia tras la que se adoptarían las diligencias
oportunas. A todo esto nos encontramos que ya eran casi las tres de la tarde,
que las horas de luz eran ya escasas en la estación invernal en la que nos
encontrábamos y que el cementerio donde estaba enterrado el cadáver carecía de
luz eléctrica.
Y
allí nos fuimos los dos Oficiales del Juzgado, el Fiscal Sr .Romero de Tejada
el Médico Forense titular Dr. Fuentes, al que ayudaría el Dr. Cerdá., médico de
asistencia pública domiciliaria de Las Franquesas del Vallés, que también
ostentaba el cargo de Forense sustituto, y el alcalde del pueblo, que realizaba
labores de cicerone y de introductor ante el cura párroco que es quien mandaba
en aquel cementerio.
Avisados
un par de obreros municipales empezaron a cavar en el suelo, en el lugar donde
se hallaba la tumba del presunto asesinado. La tarde-noche, fría, desapacible,
se iba convirtiendo en lúgubre al sonido de los golpes de las azadas y palas,
extendiéndose por el reducido recinto un olor a tierra húmeda y profanada
alumbrada por las linternas de los guardias civiles. Todos nuestros sentidos se
hallaban en guardia, excitamos ante cada una de las paladas que, poco a poco,
fueron descubriendo un ataúd, arcón que al fin pudo ser izado del agujero y
puesto en el suelo. Al abrirlo y enfocarlo con la luz de las lámparas pudimos
ver que allí estaba el cadáver de aquel presunto suicida, sin signo alguno de
corrupción (seguramente el frio y seco clima del lugar lo había preservado) que
los mismos obreros transportaron hasta una caseta que hacía las veces de depósito
de cadáveres en la que, por todo mobiliario, había una mesa rectangular sobre
la que se depositó el cuerpo. Claro que como la caseta carecía de electricidad
y se había hecho prácticamente de noche, la oscuridad pasaba a ser protagonista
del momento. El párroco, a petición del alcalde, sacó desde la iglesia un largo
cordón eléctrico en cuyo extremo había una bombilla y con ese artilugio,
sostenido sobre el cadáver, empezaron los Forenses a practicar la autopsia.
Iglesia, caseta de autopsias y una tumba en el suelo en el Cementerio de Tagamanent |
Si
la escena era merecedora de la más espantosa película de terror, el
comportamiento de los médicos (sobre todo el sustituto Dr. Cerdá) es digno de
un amplio análisis del comportamiento de los seres humanos ante la muerte del
prójimo, cuando esos seres, por su profesión, se hallan insensibilizados por
todo tipo de situaciones, por escatológicas que estas sean. El Dr. Cerdá,
hombre de unos 60 años, solterón, desaliñado en su vestir y siempre con manchas
de todos los colores y procedencias en el traje gris que habitualmente vestía,
era un fumador empedernido, de tal forma que en esas maniobras de la autopsia
llevaba el cigarro encendido en la boca. Cuando su compañero, el Dr. Fuentes le
decía: Dr. Cerdá., haga el favor de estirar del brazo derecho al
cadáver, el Dr. Cerdá sin mediar palabra, con la mayor parsimonia, sacaba
el cigarro de la boca y lo ponía sobre
el cuerpo desnudo del cadáver (¡¡a modo de cenicero!!) y tras efectuar
el estiramiento requerido volvía a recoger el cigarro del improvisado cenicero
y continuaba fumándolo. Esta maniobra se repitió varias veces a lo largo de
aquel par de horas que duró toda la operación y he de reconocer que nunca he
vuelto a conocer a nadie con menos escrúpulos o ascos para con los cadáveres
que el Dr. Cerdá.
La
autopsia demostró que no te debes fiar de una primera impresión sacada de la observación
del lugar del suceso, por muy clara que parezca. Si aquel cuerpo, como dijo su
esposa en un primer momento, pendía colgado de un árbol y ella cortó la cuerda
con lo que provocó su caída brusca, tenía que haberse producido lesiones
(erosiones o hematomas) en las extremidades, la cabeza, etc., al chocar contra
el suelo, y el cuerpo en cuestión estaba limpio de tales signos. Además, un
atento examen de la piel y músculos del cuello puso de relieve que el roce de
la cuerda estaba superpuesto a las señales de la correa de cuero con la que
previamente había sido estrangulado.
La
esposa fue inmediatamente detenida y llevada a la cárcel, y en los primeros
días de enero, cuando la Comisión Judicial, junto con la Guardia Civil, fue a
la casa en la que se había cometido el crimen para realizar una inspección
ocular más minuciosa (era una mañana en la que nevaba copiosamente) fue
imposible penetrar en el recinto pues la jauría canina, sin cuidadores y sin
comida desde hacía varios días, eran unas temibles fieras (ya habían devotado a
los más débiles) que la guardia civil tuvo que dispersar a tiros para evitar
que nos agredieran.
Tiempo
después, celebrado el juicio oral en la Audiencia de Barcelona, la esposa fue
condenada por la muerte del marido (entonces tipificado como delito de
parricidio) a veinte años y un día de reclusión mayor.
Las
tétricas horas en el cementerio de Tagamanent tuvieron un efecto colateral
lamentable: Con los obreros del Ayuntamiento acudió al recinto el Secretario de
la Corporación que se quedó de «mirón». La impresión que le causó todo aquello
debió ser tan fuerte que llegado a su domicilio tuvo que encamarse y falleció
horas después según nos hizo saber un hijo suyo que pasó por el Juzgado de
Instrucción para que se tramitara la documentación pertinente por la muerte de
su padre que se pretendía, en un principio, que podía deberse a «accidente
laboral» pues en su cooperación para la exhumación y demás macabras manobras es
cuando le había sobrevenido el infarto que acabó con su vida.
Gran articulo de un querido amigo como es Manuel Jórques. Un abrazo y un beso enorme para Fina y para ti de vuestra amiga Susana, para los amigos. (Sandra)
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